Buenos Aires ofrece una sorpresa cada día y no es menuda la que provee la muestra del Pabellón de las Bellas Artes de la Pontificia Universidad Católica.
Todo Goya podría ser el título de esta muestra, que abarca la obra grabada por el genial aragonés entre 1792 y 1823. Agrupados en las series Los caprichos, Los desastres de la guerra, La tauromaquia y Los disparates , los grabados responden a tiempos y temáticas diferentes, y tienen en común el haber sido gestados en la convalecencia de crisis físicas y emocionales que marcaron al artista. El conjunto pertenece a un coleccionista que prefiere guardar el anonimato, decisión que resalta la generosidad de compartir estas obras cumbres, solo comparables a las de Durero y Rembrandt. Y a modo de valor agregado, añade a los 180 grabados goyescos 30 estampas de Salvador Dalí, que hacen perífrasis surrealista de Los caprichos de su genial antecesor.
El contraste tiene efecto tónico, catalizador de la superioridad del genio sobre el mero ingenio. Por narcisismo y avidez de fama, el catalán, que supo ser interlocutor y copartícipe de Luis Buñuel en las asonadas fílmicas de El perro andaluz y La edad de oro, malogró sus dones hasta la degradación.
Francisco José de Goya y Lucientes (Aragón, 1746-Burdeos, 1828) nació bajo el signo de Aries. El espíritu pugnaz que se les adjudica a los arianos se reforzó con la ardua tenacidad con que Goya devino del destino de "destripaterrones" (la definión le pertenece) en aprendiz dorador hasta alcanzar la condición de pintor del rey. Hay que reconocer que las dinastías monárquicas españolas -a menudo lamentables- tuvieron ojo certero para rodearse de obras maestras.
Las cuatro series corresponden a "las cuatro estaciones de Goya", feliz definición de Julio E. Payró. A los 50 años, Goya graba sus primeros Caprichos . Ya es un anciano, sordo y con la vista afectada por una probable hemiplejia, que remonta a duras penas. La convalecencia lo distancia de las tareas de pintor oficial de Carlos IV. Pero no le impide grabar y padecer tormentos amorosos por los favores y desdenes de Doña Cayetana, Duquesa de Alba, que lo hospeda en su finca de Sanlúcar. La retrata en su altanería espléndida, la dibuja en la intimidad -despeinada y en camisa-, fascinado la homenajea y la exorciza en Volaverunt . Cayetana levita aupada en diablos, brujas y trasgos que afincarán su territorio en toda la obra posterior.
Sin concesión se autorretrata, alicaído, pachucho pero tocado de galera y levita en la estampa liminar de Los caprichos , a la que sigue El sueño de la razón produce monstruos . Los padeceres íntimos y la creciente comprensión intelectual a la que accede por el trato con Ceán Bermúdez y Fernando Leandro de Moratín, adherentes al pensamiento de la Ilustración francesa, le abrieron otras perspectivas. Y nuevos riesgos, entre ellos la intervención del Tribunal del Santo Oficio, la vigilante Inquisición, que puso a Los caprichos bajo su mira. Goya, cazurro al fin, hizo una finta exitosa al obsequiar al rey las planchas de la serie.
Otras conmociones horrorosas le inspiran Los desastres de la guerra : la invasión napoleónica a la Península; la abdicación de los ideales de Libertad, Igualdad, Fraternidad; la fuga cobarde de Fernando VII; el heroísmo del pueblo español, pero también la brutalidad de los "ilustrados" y de los patriotas.
"Toda belleza es atroz", afirmó Théophile Gautier en su biografía de Goya de 1842. El criterio fue rubricado en 1847 por Charles Baudelaire. Teórico y mal orientado, John Ruskin quemó un ejemplar de Los caprichos, en 1872, por su "fealdad".
Los desastres de la guerra son un campo de experimentación técnica, de invención acuciada por el horror y la presión de la catástrofe inédita. Goya se prodiga y multiplica sin caer en maniqueísmos beatos. La condición humana, descarnada, heroica, demencial, imanta estas estampas solo comparables al abismo de Saturno devorando a sus hijos y las pinturas negras de la Quinta del Sordo.
La obra gráfica está destinada a ser compartida, accesible más allá de los menguados adquirentes de la "obra única", irrepetible, de dibujos y pinturas. Goya tuvo conciencia del potencial expansivo del grabado como lenguaje múltiple, sin mengua de la originalidad creadora. Hizo de las técnicas gráficas un campo de experimentación y buscó cauces a la imperiosa presión de lo visto y vivido, de tormentos íntimos y desastres pavorosos, de sueños, ensueños y pesadillas. Duele ver reducido a mero anticipo surrealista el magma hasta ahora inabarcable de un visionario de dimensión aún no alcanzada.
Goya conocía su valor; lo había alcanzado con esfuerzo y pagado psíquica y físicamente, incluyendo las alternativas políticas y la ojera vigilante de la oposición, más renuente -o menos artísticamente sensible- que los Borbones, que aceptaron la documentación de sus lacras hereditarias en pro de la deslumbrante pictoricidad de La Familia de Carlos IV .
Goya hizo equilibrio precario entre la realidad descarnada y la inmersión en lo innominable. Sigmund Freud incursionó en esa cantera sin fondo. Los surrealistas franceses del siglo XX alternaron o coquetearon con espíritu mediático en los entresijos iluminados por Goya, Baudelaire, Rimbaud e Isidore Ducasse, el conde de Lautréamont.
Aún aprende es el epígrafe de una estampa de Goya. La definición le ajusta como anillo al dedo. Con docilidad de discípulo, aprendió la litografía, nueva técnica creada por Senefelder, intuyó las posibilidades expresivas y la dimensión que abría a la comunicación masiva. El grabado fue para Goya el campo de invención, la expresión íntima, el riesgo que imantó azogando toda su obra.
Audacia y temeridad de Juanito Apiñan en la plaza de Madrid es una estampa central de La tauramaquia . Ante la menuda figura del garrochista audaz, como ante el heroico arresto del torero Pepe Romero, cabe conjeturar simetrías analógicas con Francisco de Goya, pintor de la Corte y solo amo de sí mismo.
La muestra de la UCA suma un contrapunto sabroso al festín goyesco. Salvador Dalí, en paráfrasis y glosa de las estampas, recrea el rico magma de su antecesor ilustre. Víctima y cómplice de la decadencia precoz de su talento, el catalán cita a Goya con respeto y cuidado técnico. Es un homenaje sincero que no compensa el descarrío conceptual. Al eliminar los desacatos, la denuncia, los sarcasmos y la sátira vitriólica "descañonó" -para decir como Goya- la médula de las obras que deseaba celebrar. Allí donde Goya nos deja en el suspenso de la intriga y el misterio, enardecidos de indignación y rabia, Dalí se atiene al método paranoico-crítico.
Monárquico, prudente, beatón sin fe, Salvador Dalí torna obvio lo sugerido y prodiga genitalidades donde campeaba el erotismo. Y donde se olía a pólvora, a sangre y a aires libertarios, contrapuso la trabajosa trivialidad de un psicoanálisis mal digerido.
FICHA
En clave surrealista, grabados de Francisco de Goya y Salvador Dalí en el Pabellón de las Bellas Artes de la UCA, Av. Alicia Moreau de Justo 1300, Puerto Madero. De martes a domingo, de 11 a 19. Entrada libre y gratuita.
Fuente: Elba Perez
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